Tan lejos, tan cerca. Reflexiones sobre el genocidio y la contemporaneidad


El estudio del genocidio, el crimen entre los crímenes, se presenta como un campo abierto de luchas y tensiones. Durante mucho tiempo, el foco de atención residió en el propio contenido de dicha acción, en aquello que podía ser o no definido como genocidio, dando lugar así a mirlada de conceptos diferentes que, a su vez, modificaban la percepción de los hechos acaecidos (Jones, 2011; Mosham, 2008). Sin embargo, pronto surgió en el ámbito académico la necesidad, la urgencia, de entender las motivaciones que llevaron -y aun puede llevar- a los seres humanos a actuar con tal atrocidad y brutalidad frente a sus semejantes.


Al interrogarse acerca de las condiciones de posibilidad de los eventos genocidas, los científicos sociales no solo se adentran en una de las regiones más oscuras de la historia de la humanidad, la zona gris de la que hablase Primo Levi (2014), sino que, en un acto de introspección, buscan situar sus raíces en el propio ser humano. La leve insinuación de que dentro de cada uno de nosotros se esconde un posible perpetrador de un genocidio atemoriza tanto como los propios hechos estudiados. No en vano, hay quien ha tratado de describir las prácticas genocidas como acciones ajenas a nosotros mismos, estos es, pertenecientes a otro mundo y a otras personas. Situar el mal fuera de nosotros, trazar una frontera simbólica frente los criminales, permite mantener intacto nuestro mundo y sus cimientos.
En el presente texto repasaré algunas de las ideas expuestas acerca del origen del mal y su ubicación. La exposición cobrará un sentido ascendente al partir desde un supuesto origen en el individuo hasta situar la problemática en la figura política del estado-nación y sus modos y maneras de gestionar las relaciones intergrupales. La cuestión crítica que recorrerá las siguientes páginas es la latencia contemporánea del potencial genocida que se aloja tanto en el interior de nosotros mismos como en el marco institucional en el que se inscribe nuestra cotidianidad.


Retratos internos del mal


Una de las fuentes científicas a las que recurrir para ubicar la posible existencia del mal en el seno del ser humano es la psicología social. Philip Zimbardo (2008) se propuso desvelar los procesos de transformación puestos en liza a partir de los cuales personas ordinarias realizan actos malvados o dañinos. En su obra, Zimbardo realiza una crítica a la definición de la maldad tanto de los modelos esencialistas como a los incrementalistas (p.7-8). El primero de los casos se trataría no más que una clasificación binaria en la que la condición del mal sería adscrita o no a determinadas personas como una condición esencial de su propia existencia. En contraposición, la maldad incremental haría referencia al desarrollo de potencialidades o la adquisicón de cualidades a través de la experiencia o la práctica sin tener en cuenta características esencialistas basadas en la herencia genética, la personalidad o el legado familiar.
En su lugar, Zimbardo opta por un análisis situacional, esto es, por centrar su mirada en las circunstancias que producen dicho comportamiento así como en las variables sociales y ambientales que dotan a esa situación de un patrón o una configuración única. La vida cotidiana se configura entonces como el centro de observación de las relaciones dinámicas entre los individuos y las situaciones sociales. El comportamiento, indiferentemente de su valoración axiológica, sería explicado entonces no como una predisposición, sino como un cruce de variables en las que habría que indagar tanto o más en las causas sociales que en las disposiciones internas, individuales.


El análisis situacionista conduce a Zimbardo a preguntarse acerca de las personas que detentan el poder, aquellas que, en palabras de C. Wright Mills, “[they] are in positions to make decisions having major consequences. whether they do or do not make such decisions is less important than the fact that they do occupy such pivotal positions” (en Zimbardo, 2008:10). Una de las prácticas más habituales de estas élites consiste en la construcción de enemigos para, posteriormente, proceder a su eliminación. Esta imaginación hostil precisa de un ejercicio de propaganda a través de jerarquías de dominación y canales de influencias y comunicación que transforme a la Otredad en el enemigo.


El proceso, explica Zimbardo, da inicio con la creación de estereotipos y percepciones deshumanizadas de la otredad; una práctica de construcción de categorías y órdenes sociales común a distintos eventos como la formación de los estados-nación (Mann, 2009) o la expansión colonial-imperialista (Jones, 2011). Estas construcciones y narraciones sociales pronto trasladan al imaginario colectivo la percepción de la Otredad como “a fundamental threat to our cherished values and beliefs” (Zimbardo, 2008:10) a partir de su equiparación con monstruos, demonios o cualquier entidad más allá del orden de la vida social imperante. Ante la amenaza ficticia de un conflicto inminente, puede darse el caso que “reasonable people act irrationally, independent people act in mindless conformity, and peaceful people act as warriors”. (Ídem).


A pesar de la profusión de ejemplos históricos mostrados por Zimbardo, retengo de utilidad tomar como ilustración alguno de los experimentos realizados por psicológos sociales con la intención de “illustrates the ease with which morality can be disengaged by the tactic of dehumanizing a potential victim (p.17). En el experimento propuesto por Philip Bandura un grupo de personas debía suministrar descargas eléctricas como medida de corrección ante una posible respuesta incorrecta. Atrevesando esa fina y a veces invisible línea entre lo intencional y lo accidental, lo cierto es que los sujetos escuchaban diálogos del equipo científico al cargo en el que se etiquetaba a los grupos a los que estaban a punto de castigar como “animales”, “chicos agradables” o no los caracterizaban. Los resultados de Bandura mostraron cómo la potencia de las descargas eléctricas aumentaban cuando previamente había sido puesto en liza un estereotipo o una descripción social negativa.


La diferencia de potencia en las descargas fue aducida a procesos de identificación y diferenciación o, en otras palabras, a la deshumanización de los grupos castigados. Haciendo referencia, esta vez, a un experimento de Stanley Milgram, Bauman (2010) apunta que la deshumanización depende de la racionalización y el perfeccionamiento técnico de las relaciones sociales (p.215). Podría decirse, entonces, que la cercanía social con las víctimas, la relación social mediada a partir de las narraciones accidentales de los investigadores, era inversamente proporcional a la disponibilidad a ejercer la crueldad. De aquí Bauman extrae, en una posición similar a Zimbardo, que la naturaleza del mal es social: la crueldad está relacionada más estrechamente a ciertos modelos de interacción social que a aspectos de la personalidad u otras características de los perpetradores (p.229).


Modos y manera de desencadenar el mal


Aquello que es percibido como el “mal”, las potencialidades de acción más oscuras del ser humano, parecen residir en el núcleo mismo de su existencia, en las propias relaciones sociales. Ahora bien, no basta con señalar un posible origen de una acción social determinada cuando para que éste cobre forma y contenido se precisa no solo de una persona, sino de un vasto cúmulo de relaciones y acciones intermedias que, en su devenir, conformarán un entramado singular en el que poder inscribr las acciones genocidas.


A la hora de buscar explicaciones y/o argumentos sobre los que asentar las prácticas genocidas otros autores abandonan la perspectiva psicológica, en cierto modo individualista, para centrar su atención en variables macro-sociológicas y en formas de organización socio-política. Michael Mann (2009) apunta como algunas personas intentando escapar a las teorizaciones que señalan a todo ser humano como potencial perpetrador de un genocidio, intentan situar a dichos actores fuera de la modernidad contemporánea, desplazándolos en la historia hacia regiones “primitivas” o “antiguas” en busca de un consuelo psicológico (p.30-32).


El recurso al primitivismo haría alusión a la pérdida en los actantes de las áreas de socialización y civismo dejando así a la luz, en una aproximación freudiana, los instintos más primitivos, agresivos. La alusión al carácter “antiguo” de los acontecimientos, a su permanencia incorruptible en el tiempo, parece extraer el propio contenido de los conflictos para situarlos en el ámbito de la inevitabilidad histórica, un fatalismo histórico carente de evidencia empírica que Jacques Semelin (2007:7) asocia a las teorías primordialistas.


Una de las líneas de investigación recientes de mayor fertilidad, comenta Adam Jones (2011:64), es la vinculación de la figura del estado-nación con el desarrollo de actos genocidas. Dicho enfoque teórico, al contrario que otras explicaciones -más o menos- monocausales (Clastres, 1966), expande el contenido de sus análisis desde la formación de los estados y la construcción de los imperialismos hasta incluir prácticas tales como la guerra y la revolución como prácticas propicias para la instauración de políticas genocidas. Dada la vigencia contemporánea de dichas acciones y procesos, no es de extrañar que Semelin (2007) advierta que “The social dynamics that can lead to ‘ethnic cleansing’and genocide are in fact latent” (p.9) en nuestra vida cotidiana.


La centralidad del estado y, posteriormente, del imperio reside en su capacidad para ordenar y conferir legibilidad a la amalgama de distintos grupos sociales fragmentados existentes en el territorio. Dentro de las políticas estatales-imperiales cobran un importante valor aquellas prácticas destinadas a la construcción de categorías etnonacionales colectivas a partir de la invención de nuevas jerarquías raciales o reformulaciones del concepto de “pureza” (Jones, 2011:65). De este modo, la composición no atendería ya tanto a la superposición de retales sociales sino, más bien, a lo que Clastres (1996) llama la disolución de la Otredad en la Unidad.


En esta conformación de los estados-nación empieza a vislumbrarse aquello que Michael Mann (2009) llama el lado oscuro de la democracia haciendo alusión a la posibilidad real de que, en un sistema democrático, “la mayoría pueda tiranizar a las minorías” (p.12) con horribles consecuenicas en entornos multi-étnicos. Para Mann, las democracias se constituyen a partir del entrelazamiento del demos con el ethnos dominante, lo que supondría la creación de “conceptos radicales de nación y estados que alentaron la depuración de las minorías” (p.14). La limpieza étnica, el genocidio, concluye Mann, se ha ido extendiendo por el mundo a medida que éste se modernizaba y democratizaba (p.15)


A esta suerte de composición inicial del estado-nación le acompañó, poco después, el deseo de expandir sus fronteras. Las prácticas imperialistas y colonialistas no habrían de entenderse tan solo bajo una óptica económica. La generación de nuevas fronteras geográficas significó, a su vez, la actualización y la racionalización de las categorías sociales existentes en el marco de los estados-nacionales y su imposición, por parte de los grupos dominantes, a las nuevas poblaciones subyugadas (Jones, 2011:66). La generación de estas nuevas narrativas sociales en relación a la Otredad servía tanto para re-ordenar el reciente mapa social como para legitimar los propios actos imperialistas y colonialistas que, en la mayor parte de los casos, condujeron a “the undermining and dissolution, often the destruction, of indigenous societies, accomplished by massacres, selective killings, expulsions, coerced labor disease, and substance abuse” (Jones, 2011:66-67).


No obstante, advierte Jones, la peligrosidad de los imperios, su relación con la violencia destructiva y/genocida, no está tan ligada a su instauración como a su disolución. Si bien la creación de un imperio puede aparecer marcada por el ejercicio vigoroso de la violencia, “Once consolidated, however, empires probably tend toward at least the measure of accommodation necessary for stable exploitation- the physical preservation of subject peoples, sometimes even their flourishing” (p.80). La convivencia con la Otredad, proporciona un orden social en el que se inscribían tanto las acciones de cada grupo como un conjunto de políticas y prácticas administrativas que garantizaban la co-existencia “pacífica”. Una vez se quebra dicho orden, especialmente en imperios multiétnicos, la otrora vida social puede disolverse en luchas intergrupales y prácticas genocidas alimentadas “by fear, even terror, at the encirclement, besieging, and looming collapse of the imperial order (Ídem).


El fin del orden imperial, por sí solo, no explicaría el surgimiento de actos genocidas. Mann aduce que las diferencias étnicas, los etnonacionales, precisan de otras diferencias sociales, principalmente de la clase. La diferencia étnica, dice Mann (2009), “no es suficiente para generar mucho conflicto. […] Para que se desarrolle un grave conflicto étnico, un grupo étnico debe considerarse explotado por el otro. (p.16). Mann afirma que su explicación de las limpiezas étnicas, del genocidio, está basada en el análisis del poder y, de forma más concreta, en el poder político (p.16-17). De este momento, las limpiezas étnicas habría que entenderlas no tanto como producto de diferenciaciones identitarias y/o étnicas, sino, también, como resultado de accesos diferenciales a territorios y/o recursos sobre los que se reclaman derechos de forma legítima.


Haciéndome eco de las reflexiones de Semelin (2007), podría caracterizar la descomposición de un imperio como un “trauma colectivo” en el que la identidad colectiv se vea afectada gravemente, desestabilizando así el orden de la vida cotidiana. (p.15) El constructo imaginario, la argamasa que mantenía unido al imperio, en torno a un “nosotros” pierde su operatividad, su capacidad de ordenamiento y de lectura de las relaciones sociales existentes. Ante la amenaza al orden establecido producto del imaginario colectivo, Semelin apunta que los grupos sociales pueden “respond to the imaginary construct that has emerged in crisis by another imaginary construct that restructures the previous one on new foundations” (p.16)


La producción de un nuevo imaginario podría entenderse, de igual modo, como una contra-narración o una re-formulación de las categorías sociales desplegadas en las ontologías sociales. La salvedad apuntada por Semelin es que, en casos de limpiezas étnicas o genocidios, es el miedo y la ansiedad a guiar los procesos de re-clasificación social. La Otredad deja de ser vista como una contraparte diferenciada a partir de la cual construir el Nosotros, sino, más bien, como un elemento perturbador para su propia existencia. No se trataría tanto, entonces, de buscar la destrucción de un “enemigo” por su mera presencia, sino como un medio para garantizar la propia supervivencia ante un estado o evento social considerado traumático.


El tránsito desde las re-formulaciones sociales de nuevos imaginarios colectivos hacia la materialización de las limpiezas étnicas y/o genocidios requiere de una ideología capaz de soliviantar la ansiedad y el miedo generada por la crisis. Semelin identifica tres temas principales a lo largo de los cuales se construyen, ideológicamente, el miedo a la Otredad: identidad, pureza y seguridad (p.22-ss). Las más de las veces estas tres variables actúan de forma contemporánea. El recurso a la identidad puede ser radicalizado a partir de la identificación de los Otros como agentes impuros que, por razones de seguridad y supervivencia, habrían de ser eliminados. Sin embargo, el propio Semelin niega una correlación linear entre estos discursos o imaginarios:


These three themes are actually intertwined and mutually reincorce on another, looping in and anround one another. […] Identity supplies the framework within which the process of violence will take shape. The desire for purity toughens this identitarian framework by grafting on to it a theme of religion or secular sacredness, whichis thereby absolute in nature. The need for security, in phase with the context of crisis that led to the development of this imaginary construct, makes it urgent to move into action. (p.9)


Ante la caído de un imperio, su descomposición en diferentes grupos etnonacionales con aspiraciones políticas legítimas y la proliferación de discursos e imaginarios que identifican a la Otredad como un emeigo a eliminar, se con-forma como un entorno geopolítico inestable en el que la guerra, y con ella la limpieza étnica, se presentan como posibles respuestas a las disputas de poder. Jones (2011), no sin ironía, describe a esta pareja -guerra y genocidio- como dos hermanos siameses (p.81). Del análisis de Jones de dicha relación podría decirse, en un modo metafórico, que la guerra es el caldo de cultivo en el que se desarrolla la posibilidad de perpetrar un genocidio.


La guerra acostumbra a las poblaciones a la violencia tanto de forma directa -aquellas personas que participarán de y en las máquinas de guerra- como aquellos otros individuos que, en la retraguardia, estarán comprometidos en roles de producción y reproducción social. La guerra, a su vez, incrementa los cocientes de miedos y odios en una sociedad que, alimentados por la propaganda, que conducen hacia sociedades que “grow more receptive to state vigilance and violence, as well as to suspensions of legal and constitutional safeguards (p.83). Durante los tiempos de guerra el poder estatal puede verse incrementado y dirigido a inflingir violencia. La guerra, concluye Jones, no sería más que una cortina de humo, una excusa para la exterminación.


Una cuestión de vital importancia a la hora de entender el desarrollo del genocidio es la influencia del estado en tiempos de guerra para proporcionar una estructura logística. “With the unified command of society and economy -afirma Jones- it is easier to mobilize resources for genocide” (Idem). A este respecto, Zygmunt Bauman (2010) comenta en relación al genocidio judío que no solo se trataba de una estructura material, de una movilización de recursos y personas, sino de la existencia de una férrea burocracia que pudiera maximizar el uso de la violencia a partir de criterios racionales, una minuciosa división funcional del trabajo y la sustitución de la responsabilidad moral por aquella otra técnica (p.143-ss).


La burocracia, a su vez, estaría conectada con los procesos de deshumanización, esto es, con la re-ubicación de la Otredad más allá de lo humano, fuera de las ontologías sociales, al considerar su existencia, como sugería Semelin, a la propia identidad, pureza y seguridad (supra). La capacidad logística del estado favorece dicha deshumanización desde el momento en el que puede reducir a los seres humanos a una mera cuestión cuantitativa, perdiendo así su propia especificidad como humanos y extrayéndolos del campo de los juicios ético-morales (Bauman, 2010:149). La Otredad no solo se constituye como un enemigo del imaginario colectivo, sino que, una vez deshumanizada, la indiferencia ética que produce es trasladada al conjunto de la estructura burocrática del estado en forma de desaprobación y censura. La Otredad se convierte así, igualmente, en un obstáculo para la consecución de los objetivos racionales de una burocracia constituida para salvaguardar la identidad, la pureza y la identidad.


El cruce de caminos es amplio y requiere una breve síntesis. La capacidad del ser humano para obrar de una forma considerada malvada no es innata, sino que ha de entender a partir de las relaciones dinámicas entre los individuos y los contextos socio-culturales en los que viven anclados a un espacio-tiempo determinado. La dimensión histórica cobra un relieve fundamental puesto que algunas situaciones consideradas críticas, que ponen bajo presión los órdenes sociales que configuraban la realidad pre-existente, pueden dar lugar a nuevas ontologías sociales que, bajo las premisas de salvaguardar la identidad, la pureza y la seguridad, den lugar a una estigmatización y posterior deshumanización de determinados grupos sociales.


La época moderna, en su amplio desarrollo desde la formación de los estados hasta los procesos neocoloniales, se presenta como un contexto histórico de amplia difusión y repercusión de estas narrativas sociales. No en vano, la construcción de los estados-nación asenta sus bases en los procesos simultáneos de identificación/creación de un nosotros nacional a partir de la identificación/destrucción de amplios conjuntos de poblaciones considerados como Otros, extraños. Una vez garantizada la existencia unitaria del estado-nación -y su posterior re-configuración imperial- cualquier crisis disruptiva en cuestiones relativas a la identidad y a los discursos sociales sobre los que ésta se apoya puede trasladar la atención -y la tensión- hacia las relaciones intergrupales e iniciar, nuevamente, un ciclo de narraciones, discursos e imaginarios sociales críticos con la Otredad.


Esta capacidad latente para objetivizar al extraño y construir un nosotros a partir de su percepción negativa es considerada característica del sistema político moderno por excelencia: el estado-nación de raíz democrática. A la tiranía de la mayoría habría que sumarle una serie de elementos, igualmente, propios de nuestra cotidianidad como es la indiscutible razón instrumental materializada en unas sociedades altamente burocratizadas. Cuestiones como la jerarquía, las cadenas de mando, la autoridad o el tratamiento cuantitativo de los seres humanos se han mostrado -incluso en el campo experimental- como desencadenantes de acciones y procesos previos al ejercicio de la violencia como son el alejamiento del orden ético-moral prevalente así como la deshumanización de la Otredad.


Conclusiones


El abandono de una posición teórica centrada en los contenidos específicos de la práctica genocida y su definición concreta en favor de una visión sociológica ha producido tantas luces como sombras. Por una parte, es innegable como las investigaciones de corte socio-antropológico han aportado nuevas informaciones acerca de la producción de categorías sociales en las sociedades contemporáneas así como las repercusiones de los procesos de negación extrema como la estigmatización y la deshumanización. También es de notar el énfasis en las estructuras socio-
políticas como elementos que garantizan y regulan la producción de los discursos y los imaginarios colectivos en los que la Otredad es presentada y representada como un elemento que atenta contra la unicidad del Nosotros.
Sin embargo, este acto de instrospección hacia nuestras propias sociedades no sino confirmar uno de los temores que explicitaba Bauman (2010) en relación al Holocausto judío, pero que es posible extrapolar al conjunto de las acciones genocidas: todos los “presentes” en un genocidio se presentan bajo una aparente normalidad ante nuestros ojos; son coherentes con aquello que sabemos de nuestra civilización, con sus principios inspiradores, sus prioridades, su inmanente visión del mundo así como del modo correcto de alcanzar tanto la felicidad humana como una sociedad perfecta (p.16).


Si, como apuntaba Jones (2011:15-16), las investigaciones acerca del genocidio que parten desde el ámbito social no solo buscan la definición teórica del genocidio, sino que aspiran a su prevención en el futuro, enfrentamos un grave problema que tiene como epicentro nuestra propia forma de vivir. El devenir próximo no es visto con optismismo ya que, como subraya Bauman (2010) a propósito de los horrores de Auschwitz, pero -nuevamente- extensibles a los genocidios y limpiezas étnicas en general, ninguna de las condiciones sociales que lo hicieron posible ha desaparecido por completo ni se han tomado medidas eficaces para impedir a dichas potencialidades sociales volver a generar catástrofes análogas (p.29).


Bibliografía

Bauman, Zygmun (2010) Modernità e Olocausto. Il Mulino, Bologna
Clastres, Pierre. (1996). Sobre el etnocidio. Investigaciones en Antropología Política. Gedisa, Barcelona. Pp.: 55-64
Jones, Adam (2011) Genocide: A comprehensive introduction, Routledge, Londres/Nueva York
Levi, Primo (2014) Los hundidos y los salvados. Editorial Península, Barcelona
Mann, Michael (2009). El lado oscuro de la democracia. Valencia: Universidad de Valencia
Moshman, David (2008). Conceptions of Genocide and Perceptions of History. En: Stone D. (eds)
The Historiography of Genocide p.71-92. Palgrave Macmillan, London
Semelin, J. (2007). Purify and Destroy: The Political Uses of Massacre and Genocide. Nueva York:
Columbia University Press.
Zimbardo, Philip (2008). The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil. Nueva York: Random House.

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