El estudio del genocidio: una deriva antropológica a partir de su formulación legal


El estudio del “genocidio” como fenómeno social debe afrontarse a partir del reconocimiento de dos cuestiones ligadas a a la propia historia del siglo XX. En primer lugar, tomando como referencia el pensamiento filosófico europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial, Christian Delacampagne (2011), afirma que ha existido cierto “mutismo” debido a que “no existen palabras para pensar Auschwitz o después de Auschwitz” al mismo tiempo que la caracterización de la Soah como un hecho social singular, único en la historia, podría minimizar otros acontecimientos similares ocurridos en diferentes contextos socio-espaciales así como ridiculizar a las víctimas de dichos eventos (p.204-205).


Con el presente texto trataré de mostrar, en primer lugar, la génesis de un término que, aunque conocido en términos históricos y practicado de forma transcultural (Chalk y Jonahsson, 1990 32-39) era considerado por Winston Churchill como un crimen sin nombre (en Jones, 2011:8). A con-tinuación comentaré los consensos y disensos existentes en torno a la propia definición de “genoci-dio” tratando de encontrar algún aspecto que permita trasladar su contexto de aplicación desde el ámbito jurídico-legal hasta la disciplina antropológica como recurso hefurístico.

Raphael Lemkin: el genocidio y la importancia de los grupos socio-culturales.


El punto de partida ha ser, por tanto, la primera definición de “genocidio” aportada por Raphael Lemkin en 1944. En una primera aproximación puede entenderse el “genocidio” como la destruc-ción intencional de un grupo nacional o étnico debido a sus características identitarias particulares. Dichos procesos de destrucción no habrían de ser comprendidos únicamente como resultado de ma-sacres colectivas, sino que, para Lemkin, consistiría en “a coordinated plan of different actions ai-ming at the destruction of essential foundations of the life of national groups, with the aim of anni-hilating the groups themselves” (Jones, 2011:10).


Es interesante notar como, para Lemkin, el “genocidio” no consiste tanto en la eliminación física de las personas como sujetos individuales, sino como miembros de un colectividad, de un grupo. El énfasis puesto en este carácter grupal alude, igualmente, a la posible desintegración de sus instituciones político-sociales así como de su “cultura” haciendo hincapié en la eliminación de aspectos concretos de la vida socio-cultural de dichos grupos sociales como pudieran ser el lenguaje nativo, la religión o las bases de la economía local. A este respecto, Dirk Moses (2010) sugiere que Lemkin estaba influenciado por la tendencia sociológica que Rogers Brubaker dio en llamar “grupismo” consistente en:
to treat ethnic groups, nations, and races as substantial entities to which interests and agency can be attribu-ted’, that is, to regard them as ‘internally homogeneous, external bounded groups, even unitary collective ac-tors with common purposes’ (p.22)


Moses continua su análisis de los cimientos en los que se apoya Lemkin (p.22-25) mostrando como su uso reificado del concepto de cultura1, en tanto que unido indisolublemente a los conceptos de “nación” y “nacionalidad”, posibilita una evaluación positiva de dichos grupos en tanto que productores de cultura. Inspirado por el antropólogo Bronislaw Malinowski, Lemkin creía que la “cultura” derivaba de un conjunto de necesidades biológicas básicas. En las actividades destinadas a garantizar la vida, a satisfacer esas necesidades biológicas, los distintos grupos sociales no solo desarrollaban una cultura, sino que adquirían y encarnaban una identidad determinada que los definía y, a su vez, los diferenciaba de otros grupos.


Una parte importante de la vinculación de la definición de Lemkin con el concepto de cultura pasa, inevitablemente, por los debates antropológicos de la la época en torno al cambio cultural. Moses afirma que, nuevamente bajo la influencia de Malinowski, para Lemkin son únicamente las influen-cias exógenas, exteriores a una sociedad considerada “débil”, las que posibilitan el cambio cultural. A pesar de aceptar la posibilidad de una difusión gradual de los cambios culturales, subyace en la visión de Lemkin cierto primordialismo cultural que le impide no solo aceptar las distintas posibilidades de cambio, sino también la adaptación y/o la hibridación. Para Lemkin, afirma Moses, todo encuentro cultural “seemed to have been either genocide or total assimilation”(p.28). Dicha polarización radical de los encuentros intergrupales se ve expresada, a su vez, en la división en dos fases que realiza Lemkin de los procesos genocidas (en Jones, 2011:10-11). En un primer momento, el genocidio consistiría en la destrucción de los patrones nacionales de los grupos oprimidos para, a continuación, pasar a la imposición a la población superviviente de los modos de acción característicos de los grupos opresores durante un proceso de colonización de los nuevos territorios.

Un último aspecto en relación al concepto de cultura empleado por Lemkin es el uso que hace del mismo vinculado, directamente, con las élites de los grupos sociales. Su noción de cultura, por tanto, se restringe a lo que algunos han llamado, erróneamente, “alta cultura” y que podría identificarse con la producción y puesta en circulación de “productos culturales” rechazando o negando el valor al contenido concreto de las acciones de diferentes grupos igualmente presentes en la sociedad. El hincapié en la “alta cultura” supone que, para Lemkin, pueda considerarse que también ha ocurrido un “genocidio” cuando, a pesar de que la mayoría de la población del grupo sobrevive en la nueva sociedad adoptando una caracterización híbrida, sus élites intelectuales así como sus instituciones de transmisión cultural son destruidas (en Moses 2010:29).


A pesar de su crítica al uso del término “cultura”, la lectura de la obra de Lemkin que plantea Moses caracteriza al “genocidio”, con reminiscencias a un concepto central del antropólogo Marcel Mauss, como un hecho social total al tratarse de un compendio de técnicas de destrucción grupal que abarcarían, al menos, tres ámbitos: físico, biológico y cultural (2010:34-35). El desglose por parte de Moses de las actividades llevadas a cabo por los nazis en detrimento, principalmente, de la población judía pone de relieve la dimensión holística de dicha acción y la extiende mucho más allá de las matanzas masivas al incluir acciones en los campos políticos (cese del auto-gobierno y su reemplazo por las fuerzas ocupantes), sociales (debilitación del espíritu nacional), culturales (prohibición de las lenguas vernáculas), económicas (apropiación de los recursos), biológicos (reducción de las tasas de natalidad), físicas (racionamiento de la alimentación, reducción de la salud, matanzas colectivas), religiosas (interrupción de la influencia religiosa local) o morales (desplazamiento de la energía mental de los grupos desde un pensamiento y una moral nacional hacia los instintos de supervivencia básicos).


Algunas disputas en torno al concepto genocidio

El término acuñado por Lemkin fue incorporado inmediatamente al acervo jurídico internacional. Apenas un año después de su formulación, el concepto “genocidio” cobró especial relieve en la institución de los juicios de Núremberg y la adopción en 1948 de la Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide por parte de la, igualmente, recién creada Organización de Naciones Unidas. Si bien la definición aportada por Lemkin puede ser considerada multifacética o global, lo cierto es que dejó abiertas, al menos, dos cuestiones críticas que ahondarían los debates posteriores y que, en cierta medida, todavía pueden considerarse irresolutas.


El primer problema subyace en la vehemencia con la que Lemkin defendía la definición de los grupos objetos de procesos genocidas a partir de sus características socio-culturales y/o étnicas. Ya a finales de la década de 1940 resultaba meridianamente claro y conocido que otros grupos sociales identificados bajo otro conjunto de características, particularmente los grupos de orientación política, habían sido o estaban siendo objeto de acciones que podrían caer bajo la rúbrica de “genocidio”. Al analizar el trabajo de Lemkin, Stephen Holmes subraya como éste se hallabaconvencido de que ambos casos eran diferentes, se trataba de dos crímenes independendientes ya que “To destroy, or attempt to destroy, a culture is a special kind of crime because culture is the unit of collective memmory, whereby the legacies of the dead can be kept alive (en Jones 2011:12).


La segunda cuestión en liza a la hora de abordar conceptualmente el “genocidio” tiene que ver, precisamente, con ciertas lagunas en su propia definición a pesar de tratarse, como apunta Jones, bastante detallada y técnica (p.14). El Artículo II de dicha Convención (en Jones, 2011:14) define el “genocidio” como

any of the following acts committed with intent to destroy in whole or in part, a national, ethnical, racial or religious group, as such:
(a) Killing members of the group;
(b) Causing serious bodily or mental harm to members of the group;
(c) Deliberately inficting on rhe group conditions of life calculated to bring about its physical destruction in whole or in part;
(d) Imposing measures intended ro prevent births within the group;
(e) Forcibly transferring children ofthe group ro anorher group.


Si bien las acciones que pueden ser incluidas en el término “genocidio” pueden ser consideradas claras, aquello que no aparece bien definido en el concepto jurídico son, precisamente, los grupos que pueden ser objeto de dichas acciones. La indeterminación en torno a aquello que es considerado como un “grupo étnico”, “grupo racial” o “grupo cultural” será determinante en el futuro a la hora de identificar como “genocidio” algunos crímenes cometidos contra grupos de población concretos, condicionando así los procesos de instauración de la justicia y reparación de los posibles daños causados.


A pesar del relativo éxito de este nuevo término jurídico así como su importancia en el tiempo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, a partir de la década de 1950 se produce cierto desinterés académico en relación a su ampliación teórica y su aplicación empírica. Hervè Savon (en Chalk y Johansson, 1990:13), apunta que este decaimiento es debito al escepticismo que genera la definición de las Naciones Unidas como una herramienta heurística para los sociólogos. Será solo en la última década del siglo XX cuando, como señala Jones (2011:15-16), las investigaciones acerca del “genocidio” cobren un nuevo impulso al abandonar su marco jurídico natal y trasladarse hacia posiciones ligadas a las ciencias humanistas y sociológicas que ya no solo buscan la definición teórica del “genocidio”, sino que incluye, como tarea primordial, la prevención de tales hechos.


En dicho marco de investigación se desarrollan dos posiciones acerca del “genocidio” (Jones, 2011:20-21). Algunos científicos, aquellos ubicados en lo que Jones llama la “posición dura”, defienden un uso rígido y limitado del concepto para impedir que se convierta en un objeto banal y carante de significado cuyo uso pueda restar importancia a la singularidad del Holocausto judío. Contrariamente, aquellos otras personas que abogan por una “posición suave” que, partiendo de una definición dinámica y evolutiva, pueda incluir otras acciones, otros crímenes, más allá de la Shoah bajo imperativos lógicos y morales.


Lejos de ser una cuestión meramente conceptual, David Moshman (en Stone, 2008) apunta que los conceptos que empleamos para analizar determinados hechos históricos moldean profundamente nuestras percepciones de la propia historia: “Our perception of historical events as genocides -afirma Moshman- depends not only on what happened in the past, but also on how we conceptualize genocide” (p.71). Definir el “genocidio” desde una posición dura, esto es, tomando como referencia la especificidad de las acciones acometidas contra los grupos judíos durante la Segunda Guerra Mundial, supondría una interpretación de la historia en la que ningún evento ocurrido en el pasado puede ser catalogado o siquiera equiparado a la Shoah. La historia quedaría así ordenada a partir de un epicentro -el Holocausto judío- que sería tomado como modelo, como prototipo, mientras que otros intentos de aniquilación de pueblos en el pasado o en el presente quedan catalogados como meros predecesores o recordatorios del terror (p.74).


A pesar de la centralidad del Holocausto judío en las interpretaciones mayoritarias de la historia, Mosham destaca que cada “genocidio” es un evento fenomenológicamente singular y, por tanto, radicalmente diferente de cualquier otro (p.72-73). Reconocer las especificidades ideológicas de cada “genocidio” así como los procesos identitarios puestos en liza en cada ocasión no solo permiten subrayar las diferencias cualitativas entre los distintos eventos históricos sino que, como recuerda Moshman a propósito de Yehuda Bauer, premite reconocer que “that genocide has been common throughtout history regardless of which of the various current definitions of genocide one uses” (p.73).


A la hora de analizar, de comentar, las diferentes definiciones de “genocidio”, Moshman trae a colación la crítica que realiza Israel Charny a la batalla teórica desplegada en búsqueda de un concepto único, específico, de genocidio (p.80). En esta propensión conceptual Charny encuentra, como en el caso de la exclusión de los grupos políticos como posibles víctimas de acciones genocidas, una serie de procesos e intereses que llevan a la exclusión del campo del “genocidio” a determinadas categorías y/o grupos socio-culturales en función de los intereses concretos de los teóricos. De forma paralela, la competición intelectual que busca la superioridad o la singularidad de un determinado genocidio por encima del resto conduce a la creación de “a fetishistic atmosphere in which the masses of bodies that are not to be qualified for the definition of genocide are dumped into a conceptual black hole, where they are forgotten (p.80).


Más allá de ofrecer una selección detallada de las posibles definiciones de “genocidio”, considero más oportuno indicar cuáles son los principales criterios de convergencia y diferencia existentes entre dichas definiciones. Para ello, me serviré de la siguiente tabla que presenta Mosham:

Mosham, D. en Stone (2008:78)


Siguiendo a Mosham, en dicha tabla pueden encontrarse los ocho criterios potenciales que definirían al “genocidio” (Ídem): (1) destrucción real o prevista de un grupo social dado; (2) realidad y/o existencia del grupo de víctimas fuera de la mente del perpetrador; (3) intención de destruir; (4) destrucción total prevista o lograda; (5) lista concreta de grupos de víctimas específicos; (6) desequilibrio de poder en la relación del perpetrador con la víctima; (7) matanza masiva; (8) el perpetrador es una autoridad gubernamental u ostenta otro tipo de autoridad sobre la víctima.


La diversidad existente a la hora de aplicar los criterios anteriores en los análisis sociales deja la puerta abierta, como he señalado anteriormente, a diferentes interpretaciones de la historia, de los hechos genocidas. Lejos de quedar en una mera cuestión interpretativa, considero relevante el hincapié en esta diversidad de visiones puesto que, en algunos casos, puede derivar, igualmente, en aquellos procesos de justicia, reconciliación y resarcimiento a las víctimas de determinados eventos que pudieran pervivir en el presente. Para ilustrar esta cuestión tomaré el ejemplo de Moshman centrado en las guerras sucias que asolaron América del Sur en el último tercio del siglo XX (p.83-85).


Desde el punto de vista de Charny, las guerras sucias constituirían un acto de “genocidio” en tanto que todas las víctimas pertenecían a un solo bando, sin importar las posibles distinciones que podrían existir en su interior. Chalk y Jonassohn concuerdan con Charny, pero añaden una restricción, una condición, ya que solo sería considerado “genocidio” cuando sea un estado u otra autoridad quien decida intentar destruir aquello que es percibido como un grupo. Subyace en este caso la ulterior problemática de identificar a los autores gubernamentales así como el reconocimiento de sus percepciones e intenciones acerca de otros grupos sociales.


Las restantes cinco definiciones se refieren a la destrución de grupos reales, esto es, de grupos auto-identificados como tales. En el caso de las guerras sucias, Mosham establece una diferenciación grupal clara entre las dos posiciones a lo largo del espectro político. Las definiciones aportadas por la Resolución de la Asamblea General y Churchill incluyen, explícitamente, a los grupos políticas como potenciales víctimas de “genocidio” mientras que Fein, al igual que Chalk y Jonassohn, no realizan distinciones entre diferentes tipos de grupos de víctimas. Al abordar el caso desde la perspectiva de Lemkin y su énfasis en la destrucción de grupos étnicos y/o nacionales, la destrucción de grupos políticos, como el caso de los así llamados “subversivos” durante las guerras sucias, no implicaría un hecho genocida.
Sin embargo, la complicación crece cuando, como en el caso de Guatemala, gran parte de la población sujeta a procesos de destrucción y aniquilación comparte una misma identidad y/u origen étnico. Siendo los mayas guatemaltecos una de las poblaciones más afectadas por las guerras sucias, Lemkin podría afirmar que se trata de un “genocidio” -aunque no se consiguiera su completa destrucción- mientras que la Convención afirmaría, sobre bases étnicas-nacionales, que tanto si fuera solo un intento parcial como de una aniquilación completa se trataría, sin ningún género de dudas, de un “genocidio”.


Intentos de aproximación antropológica a la cuestión del “genocidio”


A pesar de que la violencia en muchas de sus formas había sido objeto de estudio más o menos presente en el campo antropológico, Francisco Ferrándiz y Carles Feixa (2004) , haciéndose eco de unas palabras de Carole Gagengast, afirman que “hasta los últimos años la antropología no había estado nunca de manera sistemática en la primera línea de los estudios sobre violencia colectiva, terrorismo, y violencia en contextos estatales” (p.164). Sin embargo, dicha afirmación no puede ocultar que la historia de la disciplina antropológica ha estado ligada, de una forma o de otra, a determinados ejercicios de violencia durante el período colonial europeo que, como sugieren Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois (en Ferrándiz, 2020:256), habrían construido los objetos de estudios clásicos de la antropología.
A raíz de estas “etnografías al límite” (Ferrándiz, 2020:250) surgen una nueva serie de problemas éticos y metodológicos que afectan al “nuestros métodos estilos y repertorios de producción de conocimiento”. Frank Chalk y Kurt Johansson (1990) al analizar los problemas metodológicos presentes en el estudio del “genocidio” centran su atención en los archivos y fuentes escritas (p.42). En una concatenación de elementos, Chalk y Johansson señalan la dificultad a la hora de encontrar evidencias que permitan el estudio de un caso determinado. Dichas pruebas, en caso de existir, muchas veces son consideradas parciales o sesgadas ya que los hechos son presentados o bien por los autores materiales de los hechos o por las víctimas de los mismos; en caso de existir ambas versiones, su contenido difiere de tal forma que es complicado aproximarse a la realidad. Una última cuestión atañe a la fiabilidad de dichas informaciones, a las posibles contradicciones entre lo sucedido y lo registrado.


Una posible vía de fuga metodológica es dirigir la atención no tanto hacia las fuentes escritas, sino hacia los propios agentes sociales y sus discursos. El metodo etnográfico, a partir de acciones concretas como las entrevistas en profundidad, permite el acercamiento a la memoria individual y colectiva, a las narrativas, los discursos y las experiencias de las distintas formas de violencia. La antropología, comenta Ferrándiz (2020), quizás no puede descifrar los hechos empíricos en sí mismos, “pero sí sus consecuencias y sus representaciones, mediante lo que Culberston llama la «escucha profunda» (1995)” (p.264).


En el ejercicio de su investigación, en su inserción en los entramados sociales, las etnógrafas participan junto a sus informantes no solo de una red de símbolos y significados, sino, también, de un conjunto de experiencias, sentidos y sentimientos que pueden llegar a trasladar una investigación etnográfica imparcial hacia una toma de posición por parte de la investigadora. De esta forma, nuevas relaciones sociales establecidas en el campo así como los exigentes compromisos éticos adquiridos y compartidos con las víctimas de diversas violencias pueden conducir a un ulterior desarrollo de la responsabilidad social de la antropología. A partir de su trabajo en situaciones de violencia post-bélica, Ferrándiz señala como “la construcción de un proyecto de investigación comprometido y crítico […] implica el desarrollo de formas de análisis y habilidades éticas y comunicativas que no forman parte de nuestra preparación académica” (p.293).

Conclusiones


El “genocidio”, como objeto de análisis teórico, ha tenido una carrera fulgurante. En apenas medio siglo asistimos tanto a su nacimiento conceptual como a su inclusión en esa atmósfera fetichista descrita por Israel Charny (supra) en la que distintas definiciones compiten entre sí relegando, en algunas ocasiones, a los individuos al olvido. La importancia en el contenido concreto de las distintas concepciones del “genocidio” se atisban vitales ya que, como apuntaba Moshman (2008), la percepción de los hechos acontencidos, de la historia, depende, en buena medida, de dichas diferencias y condicionan la vida cotidiana de algunas personas y grupos sociales en tanto que modifican sus memorias e historias sociales así como los posibles procesos de justicia, resarcimiento y reparación.


En tanto que muchas de las definiciones de “genocidio”, a partir de la concepción seminal de Lemkin, apuntan no solo hacia la destrucción física de los grupos, sino hacia cuestiones como su (auto)identificación como grupos, esto es, su identidad y hacia procesos destinados a destruir procesos y acciones socio-culturales ligadas a su reproducción social es posible observar cómo la antropología puede constituirse como una disciplina científica con un peso específico a la hora de contribuir al estudio del genocidio.


A pesar de algunos problemas metodológicos, ligados sobretodo al estudio etnohistórico de “genocidios” del pasado, la etnografía parece configurarse como una estrategia metodológica de creciente importancia heurística en el estudio de los distintos tipos de violencias así como de las memorias sociales a ellas asociadas. El campo general de la violencia supone, así mismo, un nuevo proceso de adaptación de la disciplina antropológica que ve trastocada, una vez más, sus bases éticas y metodológicas en el proseguir de su actividad académica.


Bibliografía


Chalk, C., Jonahsson, K. (1990) The History and Sociology of Genocide. Analyses and Case Studies. Yale University Press, New Haven, CT
Delacampagne, Christian (2011) Historia de la filosofía en el siglo XX, RBA Libros, Barcelona
Ferrándiz, Francisco; Feixa Pampols, Carles (2004) Una mirada antropológica sobre las violencias
en Alteridades, vol. 14, núm. 27, enero-junio, 2004, pp. 159-174 Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa Distrito Federal, México
Ferrandiz, Francisco (2020) Etnografías contemporáneas. Anclajes, métodos y claves para el futuro. Segunda edición revisada y aumentada. Anthropos, Barcelona
Jones, Adam (2011) Naming Genocide: Raphael Lemkin en Genocide: A comprehensive introduc-tion pp. 8-29, Routledge, Londres/Nueva York
Moses, Dirk, (2010) Raphael Lemkin, Culture and the Concept of Genocide en Bloxham, Donald; y Moses, Drik (eds.) Oxford Handbook of Genocide Studies pp.19-41, Oxford University Press, Oxford
Moshman, David (2008). Conceptions of Genocide and Perceptions of History. En: Stone D. (eds) The Historiography of Genocide p.71-92. Palgrave Macmillan, London

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