Es una vieja discusión y no solo en antropología (Pinker, 2002), aquella que habla sobre las predisposiciones internas, innatas, las capacidades cognitivas del hombre y el papel de lo social en su formación. Atraviesa a toda nuestra ciencia una inquietud entre el anthropos, lo universal, y el ehtnos, lo local. Hablar de capacidades cognitivas, como aquellas que posibilitaron el lenguaje, el pensamiento y, por extensión, la creación de un orden simbólico y cultural, nos lleva, irremediablemente, a planteamientos de orden universalistas debido a la, tan cacareada en el siglo XIXI, unidad psíquica de la especie. Este artículo, mucho más modesto, navega entre la antropología cognitiva y la simbólica para intentar trazar paralelismos entre la consideración de la música por parte de Blacking y la literatura.
Capacidades cognitivas como puente a la universalidad
Blacking (1976) toma como base para su argumentación las capacidades cognitivas del ser humano para así afirmar la existencia universal de aptitudes musicales o, al menos, ”la capacidad para descubrir patrones de sonidos e identificarlos posteriormente”. Una traslación de esta idea a otros dominios de acción simbólica puede presentar marcadas diferencias. La escritura, sobra la que versa- rán las siguientes líneas, se nos presenta como un producto de la cultura y dependiente a nivel cognitivo del lenguaje, no como una capacidad cognitiva y universal. Se trata de un matiz fundamental puesto que para entender y aplicar algunas de las ideas de Blacking deberíamos trasladar el foco de atención de la escritura al lenguaje.
La base cognitiva le permite a Blacking deshacer la dicotomía “musical-amusical” presente en muchos estudios de musicología. En el caso de la escritura, como hemos apenas señalado, el factor cognitivo, la capacidad universal, se encuentra en el lenguaje. Si consideramos la escritura como una herramienta dependiente del lenguaje. de posterior desarrollo, se hace complicado desenredar un par de conceptos similares como podrían ser “letrado-iletrado” o “alfabetizado-analfabeto”. En estos casos vemos que la escritura más que provenir, stricto sensu, de capacidades cognitivas se alcanza a partir de diversos grados de conocimiento, depende directamente del acceso a la enseñanza reglada e institucionalizada el que las personas puedan desarrollar la competencia de la escritura. No obstante, en igualdad de condiciones de escolarización, la cognición asociada al lenguaje puede servir de base para la escritura. Si bien la escritura es dependiente de elementos culturales, no habría razón a niveles cognitivos para que ésta no se desarrollase en conjuntos diferenciados de personas.
Literario-no literario: construcciones sociales
Es claro que vivimos rodeados de palabras escritas, seamos “letrados” o no. A cada paso que damos puede ser ingente la cantidad de información transmitida en forma de palabra escrita. Evidente es, a su vez, que esta comunicación ha de depender de la adquisición de capacidades de lectura y escritura. Si bien la primera, su ejecución, apenas provoca problemas, no es el mismo caso el de la segunda. En el mundo de la escritura, sin separarnos aún de Blacking, podríamos distinguir dos tipos de comunicación: utilitario y artístico.
La escritura impartida en los centros escolares correspondería al primer grupo, estaría altamente instrumentalizada. Tiene un fin claro: servir como medio de comunicación. Se trata de formas escritas que pueden abarcar desde listas de la compra a textos jurídicos pasando por declaraciones políticas u oraciones religiosas. En ellas, en principio, no se observa ese matiz artístico característico de la literatura. Existen dos vías de acceso a la literatura: la lectura y la escritura. La primera puede ser, más o menos, universal en consonancia con las capacidades cognitivas comunes asociadas a la adquisición del lenguaje y cierto grado de instrucción.
Pero, en cambio, su producción, la creación literaria, aparece a nuestros ojos como una barrera que separa a las personas. Podríamos trasponer la dicotomía “musical-amusical” de Blacking a términos como “literario-no literario”. Si bien podría argüirse que, al depender del lenguaje, la escritura es universal, el problema nace con la nueva división entre literarios y no. Esta idea nos presenta un mundo en el que unas personas poseen ciertas habilidades o capacidades para la escritura, frente a otro conjunto de personas -curiosamente, la mayoría- incapacitados para el ejercicio de tal tarea. La idea, igualmente expresada en el caso de la música, se torna perversa cuando las personas -que hemos dado en llamar- “literarias” dependen por entero para la realización y exposición pública de su obra de personas que, en teoría, no deberían comprenderla ya que son ajenas al mundo y procesos de la creación literaria.
Este hecho no solo refuerza la posición de los letrados como intelectuales y “especialmente capacitados” frente al vulgo, sino que incide en la instrumentalización inicial de la escritura desde edades tempranas en la escolarización. Del mismo modo que la música es una constante entre los venda, podría darse el caso de la creación literaria allá donde existiera. Vemos pues que no se trata, como en el caso de Blacking, simplemente de un dominio simbólico universal accesible a través de la cognición, sino que existe una trama cultural detrás -un sistema de enseñanza- que regula y condiciona su acceso, creando en el camino tipos de persona según su grado de aprendizaje y aplicación. El argumento de Blacking podría tener continuación afirmando que el entorno social, el parentesco, pueden potenciar ciertas habilidades, que la musicalidad o lo literario a través de ciertas relaciones sociales. En este caso, parece que la tesis de Blacking se ha visto superada, o al menos expuesto de una manera más clara, a través de Bourdieu (1997). El habitus, entendido como el conjunto de predisposiciones que afloran como resultado de la socialización en una clase determinada, permite a los individuos in-corporar e interiorizar ciertos conocimientos y éstos pueden objetivarse, materializarse, en forma de capital cultural que, en cierta medida, promueva o facilite el desarrollo de la escritura literaria.
Expresión simbólica y cultura: binomio inseparable
Anidado casi en lo anterior, Blacking propone que para la comprensión de una obra musical, que aquí extenderemos a la escritura y al arte en general, no sólo ha de tenerse en cuenta la técnica sino el contexto socio-cultural en el que haya sido producido. Aquí el autor nos propone una mirada holista que nos ayude a captar el significado de la obra. Estas reflexiones se encuentran a partes iguales ancladas en el holismo y el estudio sociológico del arte. La propuesta de Blacking carece en este punto de novedad puesto que, sin retrotraernos en exceso en el tiempo, podemos encontrar sus raíces en la obra de Dilthey, Lukács y Hauser.
Es claro que una obra como “La vida es sueño” (antes de 1674), Calderón de la Barca, es “hija de su tiempo”. La política, la organización social, el estatus de las personas,… cobran cuerpo y se reflejan, están in-corporadas, en las palabras de Segismundo. Caso diametralmente opuesto es la forma en la que Miguel Hernández refleja las vicisitudes y el estado de España a través de los poemas de “Viento del Pueblo” (1937) . No hablamos ya solo de una transición estilística, una diversificación en la configuración de los versos, sino de nuevas realidades sociales que son el motor que propicia el cambio, dejando patente la clara vinculación, casi indisoluble, entre expresión simbólica artística y sociedad o cultura.
Expresión simbólica como elemento de cohesión grupal o disgregación
Sin embargo aunque Blacking afirma en su obra que “la función de la música es reforzar ciertas experiencias que han resultado significativas para la vida social, vinculando más estrechamente a las personas con ellas” (p.164), tal afirmación es cuanto menos discutible aplicada a otros campos simbólicos. Quizás en un desarrollo temprano de la literatura, aún vinculada a la tradición oral, po- damos encontrar en ella cierta tendencia al refuerzo de los vínculos. Mitologías clásicas, cosmovisiones religiosas, leyendas,… no cabría dudar de su estrecho papel en la cohesión de grupos sociales o en la conformación de identidades.
Pero, con posterioridad, a raíz del desarrollo de la escritura y algunas de las funciones descritas por Goody (almacenamiento, revisión, perfeccionamiento,… ), la literatura se materializa y adquiere cierto componente individual, acentuado aún más a partir de la llegada de la imprenta y la importancia de la autoría. La literatura se transforma en un diálogo entre escritor y lector en el que, si bien están puestas en juego las reglas que configuran la cultura, no han de compartirlas ni, por tanto, pueden verse reforzadas.
Al leer “Trafalgar” (Galdós, 1882) un individuo no puede reafirmarse en las experiencias sociales acaecidas durante las Guerras Napoleónicas. Podría esgrimirse que, en este caso, la distancia temporal es la “culpable” de este suceso, pero podría darse, igualmente, en obras más cercanas. La citada obra de Miguel Hernández o “La Tregua” (Primo Levi, 1963) no han de vincular, necesariamente, al lector con las características de un grupo social concreto y, en caso de hacerlo, puede que no refuercen su pertenencia, sino su extrañamiento ante ese mismo grupo social o cultura.
Parece acertada, entonces, la propuesta de Blacking al centrarse en un grupo reducido, los venda, pero resulta difícilmente aplicable su tesis a otras sociedades donde la producción en campos simbólicos pudiera incluso ser catalogada como industrial. Esta “industria simbólica”, ya sea musical o literaria, funciona más allá de las lógicas de vinculación grupal, de la construcción social de identidades, e incluyen pautas claras de consumo. En otras palabras, y amparados en Bourdieu, la construcción social del gusto – basada en la dominación estética de una minoría- condiciona tanto la producción literaria como su consumo. De esta manera, obras como las de Arturo Pérez Reverte o Ana María Matute no están dirigidas, funcionalmente desde su concepción, a la cohesión de vínculos entre los integrantes de una sociedad, entendida como un todo, sino a una fracción de la misma restringida por factores económicos o de cla- se.
La acción en los campos simbólicos, en la literatura, no solo no se adecua a esa función integradora propuesta por Blacking, sino que puede ser fuente de división (aunque, paradójicamente, esa división tenga como resultado una mayor cohesión entre los escindidos de un grupo). La publicación de “Los versos satánicos” (Salman Rushdie, 1988) trajo consigo un fuerte descontento y censura religiosa. En este caso vemos que, aunque una obra sea realizada dentro de los preceptos de una cultura puede que no sea considerada adecuada por ciertos individuos o grupos sociales enteros que se ven reflejados, directa o indirectamente, en las palabras escritas.
Traducción de los campos simbólicos: universalidad y singularidad
La polémica subyacente a ciertas obras artísticas puede atribuirse, al menos, a dos variables. La primera de ellas, ya apuntada, nos devuelve a Bourdieu y la construcción social del gusto, pero, ahora, podríamos atribuir esa acción a grupos concretos con capacidad de establecer y controlar cierto orden moral en la sociedad. La intraducibilidad entre culturas, no entre lenguas, es, sin duda, el otro factor que puede condicionar el conocimiento y recepción de una obra. Así pues, aunque podamos remontarnos hasta la universalidad de los procesos cognitivos relativos a la adquisición y desarrollo del lenguaje, que son la base para la creación literaria, es claro que cada cultura, cada sociedad, ejerce de codificador de sus propios campos simbólicos.
En otras palabras, podríamos llegar a afirmar la universalidad de la literatura, escrita u oral, pero no podríamos dejar de afirmar tampoco la singularidad de cada literatura. Un ejemplo clásico en el campo antropológico es “Shakespeare en la selva” (Bohannan, 1966). A petición de los nativos, la antropóloga inicia la narración de la obra Hamlet al tiempo que se ve interpelada por los ancianos tiv que pretenden aclarar ciertos pasajes. Este artículo de Bohannan no solo versa sobre la dificultad de la traducción cultural de contenidos simbólicos, sino que podemos encontrar en él ciertos mecanismos de apropiación simbólica por parte de los tiv.
Acostumbrados, quizás, como sugiere Blacking, a que su campo simbólico reflejase su sociedad, no dudaron en adaptar la historia e incluso sugerir a la investigadora que estaba equivocada y que debería consultar con personas mayores y más sabias para salir de su ignorancia. Es clara pues la diferenciación entre la lectura de Bohanann y los tiv de la misma obra. A pesar del interés de la antropóloga por mostrar la universalidad de los temas de Shakespeare, los tiv estaban deseosos de plasmar en el texto ajeno lo que era propio de su sociedad. La traducción, o apropiación, realizada por los tiv adecua la historia a las reglas y convenciones con las que ellos dan forma a su vida social, dejando en entredicho la supuesta universalidad del autor inglés.
Conclusiones
He tratado en estas líneas de trasladar el pensamiento de Blacking de la música a la creación literaria y, con ella, ciertos preceptos cognitivistas. Apunto hacia una clara base cognitiva, y por tanto universal, como posible fundamento la escritura literaria. También es patente la estrecha relación entre campos de creación simbólica y sociedad o cultura, convirtiéndose la primera en un reflejo de la segunda. Sin embargo, observo con dificultad que la música o la literatura, en determinadas sociedades, puedan reforzar ciertos vínculos sociales o instruir en aspectos concretos de la vida como lo hace la música en la escuela de iniciación domba entre los venda.
A pesar los problemas citados, al igual que en música el uso de ciertas escalas -por ejemplo la escala menor- lleva asociado innegablemente ciertos sentimientos, es posible descubrir en la literatura ciertos patrones que son considerados, por convención cultural, los más adecuados para transmitir ciertas sensaciones o ideas. En esta línea podríamos situar alguna de las afirmaciones de Goody (1985) acerca de la construcción de la poesía oral medieval. Con esto último pretendo afirmar que dentro de la diversidad y de la intraducibilidad cultural, aún existe espacio para el entendimiento transcultural basado en la transmisión de los mismos sentimientos. Existen vías, más o menos similares, en la literatura que canalizan las mismas cuestiones de pueblos aparentemente diferentes. Cierto es que cada uno de ellos habrá codificado su realidad según su propio conjunto de reglas, pero subyacen las mismas intenciones comunicativas.